Una noche en el desierto


Las Dunas de Taroa y Punta Gallinas en la Alta Guajira colombiana, es la punta más norte de todo Sur América, un lugar recóndito, de acceso complicado y un poco costoso. Sería mi primera vez en un desierto por lo cual era un imperdible por mi ruta.

En aquel momento me encontraba en Cartagena, y decidí poco a poco ir subiendo, pasando primero por Santa Marta, después un lugar poco conocido llamado Camarones, allí pude visitar el santuario de los flamencos rosa y dormir en una hamaca. Parte de la experiencia del lugar fue probar Chirrinchi una bebida alcohólica tradicional de los indígenas del sector, claro tenía que llevar conmigo una pequeña provisión para lo que planeaba hacer en los siguientes días.

Cómo era de esperarse, no era la única en la ruta, en ese momento éramos 4, dos europeos un colombiano y aquí la chapina que relata está historia. Esa ruta fue demasiado alegre, haciendo autostop, viajando en moto, haciendo fogatas y hablando de la vida, insisto, me he sentido muy afortunada de encontrar gente que me cuidó en el camino.


Llegamos al centro de Ríohacha un pueblo muy popular por sus artesanías coloridas, pero que en lo personal no había nada más para hacer, era el último lugar para conseguir transporte público y podernos trasladar al siguiente punto: Uribia; a partir de allí no había más transporte tradicional, solo pick up de carga y un par de tablas de madera para acomodar a la poca gente que viajaba.

Uribia era el último lugar donde había supermercado y cajeros automáticos así que había que tener provisiones para el resto del camino, otros viajeros recomendaron comprar allí dulces, galletas y chocolates para los niños de las comunidades indígenas ya que es "normal" que exijan este tipo de golosinas como forma de "peaje" para el paso por sus territorios.

El viaje desde allí fue intenso, sin carretera como tal, solo un laberinto de caminos en medio de una noche estrellada. Después de algunas horas llegamos a Cabo de la Vela, totalmente agotados y sin mucha energía, buscamos un hostal donde pasar la noche y descansar un poco.

En efecto, después de cotizar y siempre bajo recomendaciones, contactamos con un chico que nos llevaría en moto hasta Punta Gallinas y a las Dunas, además nos proporcionaría el equipo para pasar la noche en el desierto. Todo estaba organizado, agua, golosinas, ropa y muchas ganas de una loca aventura, no sabíamos a lo que nos estábamos metiendo.

5 de la mañana, íbamos los 3, uno en cada moto, nuestros guías eran personas de la comunidad indígena del sector. El amanecer fue impresionante, atravesar tormentas de arena donde no se veía absolutamente nada era un espectáculo único. Algunas áreas eran tan áridas que la tierra estaba totalmente agrietada, conforme el tiempo transcurría el sol era cada vez más intenso, cruzamos varios sectores controlados por los indígenas, en algunos era más sencillo pasar ya que niños controlaban el paso pidiendo golosinas, otros más complicados con cadenas donde adultos exigían dinero, esto era normal a lo largo del camino.

Fue impresionante poder observar el nivel de pobreza en una zona con una de las empresas más grandes de carbón en Colombia, un claro ejemplo de explotación de los recursos naturales sin oportunidad de desarrollo para las comunidades, una triste realidad.

Después de algunas pequeñas pausas, y después de 4 largas ahora de viaje llegamos a Punta Gallinas, definitivamente solo los que tenemos la aventura en las venas se animan a hacerlo en moto, algunos grupos eran colombianos con motos grandes en las que, por el peso, quedaban atascadas en la arena, el resto eran turistas en camionetas 4x4 bien equipadas.

Disfrutamos por algunas horas la majestuosidad de aquel lugar, el desierto terminaba en un acantilado con una espectacular vista al mar. La comida era escasa y cara, no habían servicio sanitario (al aire) y tomar una ducha era imposible por la falta de agua. Los guías habían montado nuestra carpa sobre las dunas para pasar la noche, hacía mucho viento y la temperatura había descendido.

Aquella noche fue mágica, salimos con nuestras linternas en aquella densa oscuridad, el cielo nos brindaba un espectáculo único, llegamos a una pequeña montaña dónde encontramos un grupo de colombianos con quiénes compartimos aguardiente y nuestras provisiones de Chirrinchi, además de una pipa, que dicho contenido era causante de la risa de todos.

Perdiendo la noción del tiempo, y con una evidente dificultad, decidimos bajar. Parados frente aquella carpa, nuestra mente voló, mis ojos se perdían en el infinito pudiendo observar la redondez del planeta, nuestro refugio era una nave que podía llevarnos a cualquier lugar, no había límites en nuestra imaginación, la canción de "Vámonos a Marte" de Kevin Kaarl era la cereza que ambientaba aquel viaje por el universo. Captar ese momento en fotografía fue imposible, pero cada detalle está intacto en mi mente.

No fue cómodo dormir en la arena y sobre todo por el fuerte viento y frío que hizo. Despertamos muy temprano para nuestro regreso. Otras 4 horas nos esperaban, está vez un poco más caótico ya que una pequeña llovizna hizo que la tierra se humedeciera creando un suelo viscoso que provocó que las ruedas de nuestras motos se atacaran cayendo al suelo en un par de ocasiones, decidí caminar un poco mientras el guía arreglaba el problema. Por cada paso que daba mis zapatos se hacían más pesados y más altos, era un pegamento de barro.

Después de un tiempo el problema fue solucionado, iba cansada, un par de sustos al resbalar por la textura del suelo me aceleraron el corazón, por suerte nada grave, me preocupaba la idea de volver a caer, sin embargo todo bien. Llegamos a Cabo de la Vela, tomamos un baño urgente y descansamos.

No sé si volvería a repetir aquella aventura, pero me siento muy orgullosa de poder sumar experiencias a mi vida. Y mientras escribía esta historia, mi mente viaja al pasado reviviendo cada instante, un cúmulo de emociones me invadieron al recordar esa noche en el desierto.






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